Por Oscar Miguel Rivera Hernández
El pasado domingo 1 de junio México vivió un momento inédito en su historia democrática. Por primera vez, los ciudadanos acudimos a las urnas, no solo para elegir a sus representantes populares, sino también para seleccionar a jueces y magistrados, abriendo un nuevo capítulo en la forma en que se concibe y ejerce el poder judicial en el país. Aunque la participación fue baja y el proceso tuvo sus retos, este primer paso representa una ruptura significativa con el viejo esquema donde los cargos en el poder judicial eran designados a puerta cerrada, bajo criterios políticos, de compadrazgo o de élite.
La propuesta de elección por voto popular de jueces y magistrados ha sido duramente criticada por sectores conservadores, académicos y parte del gremio judicial. Sus detractores argumentan que esto “politiza” la justicia y que los ciudadanos no están capacitados para elegir a perfiles adecuados. Sin embargo, lo que se omite en ese discurso es que el modelo anterior tampoco garantizaba imparcialidad ni excelencia. Por el contrario, ha quedado demostrado que el sistema tradicional de designaciones ha permitido la reproducción de redes de corrupción, nepotismo y una justicia elitista, ajena a las necesidades del pueblo.
Más de 13 millones de personas salieron a votar en este proceso. Es verdad que esto representa solo el 13% de las personas que podían votar, pero si tomamos en cuenta que era la primera vez que se hacía una elección así, que el proceso era nuevo, con boletas complicadas y sin mucha información por parte de las autoridades electorales, no está tan mal.
El proceso electoral del 1 de junio tuvo fallas, es cierto. En muchas regiones del país, los votantes manifestaron confusión ante el formato de las boletas, la abundancia de nombres desconocidos y la falta de información clara sobre los perfiles. También se registró una participación menor en este rubro, reflejando el desinterés o desconocimiento que todavía existe respecto a la importancia de estos cargos. Pero no por eso debe desestimarse el avance que implica. Este ha sido el primer intento por abrir las puertas del poder judicial al escrutinio ciudadano. Y como todo primer paso, es perfectible.
Los procesos democráticos no se construyen de la noche a la mañana. Requieren de pedagogía cívica, de voluntad institucional y, sobre todo, de tiempo. Pretender que esta primera elección iba a resolver décadas de opacidad e inercia autoritaria en el sistema judicial sería ingenuo. Pero sí se puede afirmar que es el inicio de un camino que pone en el centro un principio esencial: el pueblo debe tener voz y voto en todos los poderes del Estado, no solo en el legislativo y el ejecutivo. La justicia no puede seguir siendo una zona de privilegios inamovibles, una especie de casta intocable que decide sobre la vida, el patrimonio y la libertad de millones sin rendir cuentas a nadie.
Basta con ver los nombres que han salido en defensa del viejo modelo judicial para comprender los intereses que se están tocando. Ernesto Zedillo, quien privatizó ferrocarriles y entregó al país al neoliberalismo; Genaro García Luna, hoy preso por vínculos con el narcotráfico, quien operó bajo la complicidad de un poder judicial que nunca lo investigó; y periodistas que, lejos de defender una justicia imparcial, se convierten en voceros de las élites judiciales, aterrorizados ante la idea de que el poder emane verdaderamente del pueblo.
El discurso de quienes se oponen a la reforma judicial se sostiene en la premisa de que los jueces deben ser independientes. Y sí, deben serlo. Pero independencia no significa inmunidad. Significa actuar con apego a la ley y sin presión de poderes fácticos. ¿Cómo puede hablarse de independencia en un sistema donde jueces liberan delincuentes por tecnicismos, donde se reparten amparos a los poderosos y donde la justicia es lenta, cara y profundamente clasista?
La elección del pasado domingo dejó ver también un reto importante: la necesidad de fortalecer la educación cívica en México. Muchos ciudadanos no sabían quiénes eran los candidatos a jueces ni qué funciones desempeñan. Esto no es culpa del pueblo, sino del Estado, que debe garantizar campañas de información claras, imparciales y accesibles. De igual forma, es necesario mejorar el diseño de los procesos electorales para que sean menos engorrosos y más comprensibles.
Habrá quienes digan que una baja participación deslegitima este ejercicio. Pero la democracia no se mide solo por la cantidad de votos, sino por la apertura del sistema a la participación. En este caso, el mensaje ha sido claro: por primera vez, el pueblo tuvo la posibilidad de decidir sobre quién administra la justicia en su país. Y aunque muchos no lo ejercieron, la puerta ya está abierta.
Lo que sigue ahora es una tarea conjunta entre gobierno, ciudadanía y organizaciones civiles: vigilar que quienes fueron electos actúen con responsabilidad, que no haya regresiones, y que se avance en mecanismos más claros de evaluación, revocación de mandato y rendición de cuentas. Una justicia verdaderamente democrática no solo se elige, también se supervisa.
No se trata de idealizar el proceso ni de ignorar sus fallas. Pero sí de reconocer que es mucho más democrático elegir a nuestros jueces que dejar esa decisión en manos de unos cuantos. La justicia que nace del voto popular tiene el potencial de ser más sensible, más humana y más cercana a las necesidades del pueblo.
El poder judicial debe transformarse, no para obedecer a un presidente o a un partido, sino para dejar de obedecer a los intereses económicos y políticos que lo han secuestrado por décadas. La reforma judicial, y en particular este primer ejercicio electoral, es una oportunidad para romper con ese círculo vicioso y construir un nuevo pacto de justicia social en México.
Aún hay mucho por hacer: capacitar a los votantes, garantizar la transparencia en los procesos, prevenir la infiltración de intereses partidistas y asegurar la calidad en los perfiles que se postulen. Pero lo que ocurrió el 1 de junio no debe verse como un error, sino como un ensayo democrático que debe repetirse, mejorarse y defenderse.
Porque la justicia no debe ser privilegio de unos cuantos. Debe ser un derecho de todos. Y para que eso ocurra, debe nacer, como todo poder en una democracia, del voto del pueblo.