Por Oscar Miguel Rivera Hernández
¡Hola! Una vez más comparto con ustedes una reflexión, análisis, impresión o crítica, según prefieran tomarla. En esta ocasión, no hablaré del contenido de la Reforma al Poder Judicial, sino del circo que la oposición ha montado en torno a ella. Mi crítica se enfoca en los personajes que han salido, no a defender la reforma, sino a proteger sus privilegios perdidos.
La reciente reforma al Poder Judicial ha generado una ola de críticas por parte de figuras emblemáticas del pasado político y judicial de México. Pero no es el contenido de la reforma lo que está en el centro del debate público. No, lo que ha acaparado titulares es la reacción de aquellos que, con palabras grandilocuentes, salen en defensa no del Poder Judicial en sí, sino de quienes lo han corrompido durante años. A través de un espectáculo mediático, estas voces buscan encubrir lo que realmente está en juego: el desenmascaramiento de un sistema judicial que, por mucho tiempo, ha sido cómplice de los intereses más oscuros.
Tomemos a Ernesto Zedillo, expresidente y arquitecto de reformas que también tocaron al Poder Judicial, como ejemplo. Con tono paternalista, Zedillo advierte que la reforma reciente “sienta las bases para una tiranía” en México, afirmando que la democracia que tanto costó construir está siendo destruida. Resulta curioso que Zedillo, quien en 1994 reformó la Suprema Corte a su conveniencia, otorgándose el poder de renovar la totalidad de sus jueces, ahora se presente como defensor de la democracia. ¿De qué democracia habla? ¿La que construyó en el año 2000, con la elección orquestada de su sucesor Vicente Fox y, más adelante, el infame “haiga sido como haiga sido” de Felipe Calderón? Esa democracia a la que Zedillo se refiere siempre fue una construcción a modo de las élites políticas y económicas, que servía para perpetuar el poder y proteger los intereses de unos pocos.
La paradoja de Zedillo radica en que, mientras denuncia la reforma actual como un peligro para la independencia judicial, él mismo utilizó la misma estrategia para moldear la Suprema Corte a su conveniencia. Ningún presidente posterior pudo reformar completamente a la Corte, lo que, en su momento, fue un seguro de vida para Zedillo y su partido. En este contexto, resulta casi cómico verlo clamar por la defensa de una democracia que él mismo contribuyó a debilitar.
Pero Zedillo no está solo en esta defensa desesperada del pasado. Genaro García Luna, el narcotraficante panista y mano derecha de Felipe Calderón, se ha convertido en una especie de líder moral para la derecha mexicana. García Luna, encarcelado y declarado culpable en Estados Unidos por sus vínculos con el narcotráfico, ahora desde prisión escribe cartas para “defender al Poder Judicial” y atacar al actual presidente, vinculándolo sin pruebas al crimen organizado. Lo más sorprendente no es su atrevimiento, sino la reacción de la oposición. El PRI, el PAN y sus analistas se desbocan para apoyar las palabras de un criminal convicto, elevándolo a la categoría de héroe. Tan desesperada está la derecha mexicana que ahora recurren a un narcotraficante para hacer política.
La hipocresía alcanza su punto álgido cuando el PRIAM defiende a García Luna, el mismo que fue parte integral del sistema de corrupción que envenenó a las instituciones del país. ¿Cómo no iban a salir en su defensa cuando, un día después de ser declarado culpable, sus cuentas bancarias fueron descongeladas, permitiendo que su esposa moviera millones de pesos mal habidos? Es el colmo del cinismo. Y es que, cuando la justicia les incomoda, cuando sus figuras caen, no les queda más que recurrir al espectáculo y a la manipulación mediática.
En este sentido, la estrategia de la oposición es clara: primero defendieron al INE, luego al INAI, después a Xóchitl Gálvez, y ahora a Norma Piña y al Poder Judicial. Pero no se engañen: no están defendiendo instituciones, están defendiendo sus privilegios. No defienden la justicia, defienden a quienes la han corrompido.
Es aquí donde entra en juego otro grupo de personajes: los periodistas. Ciro Gómez Leyva, Víctor Trujillo, Carlos Loret de Mola, Carmen Aristegui, Javier Alatorre, entre otros, han sido fieles defensores de estos intereses. Desde sus tribunas mediáticas, han lanzado críticas feroces contra el gobierno actual, no por los méritos o defectos de sus políticas, sino porque esas políticas amenazan el “statu quo” que ellos mismos ayudaron a construir y perpetuar. Estos periodistas no están defendiendo la libertad de expresión ni la justicia; están defendiendo el sistema que les ha permitido lucrar durante años.
El problema de fondo no es la reforma en sí, sino lo que esta reforma revela: la desesperación de una clase política y mediática que, durante décadas, ha manejado el país a su antojo. Con cada nueva crítica, con cada nuevo escándalo, la oposición deja más claro que su lucha no es por la democracia ni por la justicia, sino por mantener los beneficios y las estructuras de poder que les han permitido gobernar desde las sombras.
Este es el verdadero circo político: una élite desesperada que defiende lo indefendible, que se aferra a un sistema podrido y que no duda en utilizar cualquier estrategia, por inmoral que sea, para evitar perder el control. En su afán por mantener el poder, recurren a figuras de la política desacreditadas, a criminales convictos y a periodistas comprados, intentando crear una narrativa que distorsiona la realidad. Pero el pueblo ya no es el mismo de antes. Y aunque el ruido mediático siga, la verdad se abre camino, y la justicia, finalmente, se está poniendo al día.
Porque, al final, lo que realmente molesta a la oposición no es la reforma al Poder Judicial, sino la posibilidad de que, por primera vez en mucho tiempo, las reglas del juego cambien y el poder deje de estar en manos de unos pocos, en beneficio de ellos.
