Por Christian Villalobos
En el mundo de la profesión, hay situaciones que es imposible defender o afirmar dada su evidente equivocación. Si bien es cierto que el pueblo cree en aparecidos, en cocodrilos que vuelan (aunque sea bajito), personas que viendo su reloj cuando el jefe les pregunta la hora responden ¿qué horas quiere usted que sean?, otros que creen que la delincuencia se termina con abrazos y respetando al Sr. Delincuente, o que con un caldo de guajolote se cura cualquier enfermedad; ninguno de estos se le puede aceptar a un jurisconsulto, un médico, un ingeniero, un administrador público o un politólogo. Para eso están los aplaudidores y los legisladores del partido guinda y sus aliados.
Si bien es cierto que existe un solo poder, que para su ejercicio (y equilibrio) se divide en Legislativo, ejecutivo y judicial (en ese orden), por considerarse que los dos primeros son electos bajo oclocrático derecho de simpatizar con el que consideran más simpático, no necesariamente el mejor; en el caso de la Suprema Corte la cosa cambia, pues para ser miembro de la más alta tribuna de la justicia del país los requisitos están muy elevados, dada su naturaleza, estos no son electos popularmente, por ello se desprende de la pulcritud con la que deben de resolver los arrebatos que los otros dos poderes incurren constantemente.
El Presidente y los legisladores actúan bajo la presión de los tiempos y los momentos, el presidente y sus esbirros buscan a toda costa dotarle de mayores facultades al Ejecutivo, aunque esto sea lo más peligroso que existe para una democracia, sin embargo, el órgano colegiado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con ministros considerados como “eminencias y doctos en el derecho”, son a final de cuentas quienes moderan esas pasiones de momento.
Aquí el problema es, que mientras el titular del ejecutivo critica y borra todo aquello que le hace sombra, es la SCJN la última instancia para detener esas pasiones desenfrenadas, es decir, es un momento histórico donde la Corte debe pasar a la historia como el único contrapeso de estas ocurrencias que atropellan la Constitución, empero, el ministro Arturo Saldívar prefirió ser un lacayo del momento a una figura, en su incuestionable inteligencia prefirió ser un siervo del régimen, a un patriota defensor de la Constitución a la que juró cumplir y hacer cumplir.
¿Cuánto dura un mercenario y cuánto dura un guerrero? ¿En qué lugar de la historia prefirió estar el Ministro, en el de la sumisión, o en el de la celosa guardia de la Carta Magna? ¿Cuál será la recompensa que le dé el régimen, como para renunciar a pasar a la historia como el leal defensor de la Ley de leyes?
Es lamentable cuánto son capaces de prostituir su prestigio y su dignidad a los favores del momento. Del caso del voto particular de Yasmín Esquivel Mossa mejor ni hablamos, quizá le plagió el voto al ministro Saldívar.