Por Oscar Miguel Rivera Hernández
El segundo mandato de Donald Trump avanza a un ritmo frenético, dejando atrás cualquier noción de política tradicional. Entre decretos ejecutivos, tuits explosivos, redadas migratorias, aranceles comerciales impredecibles y reuniones con líderes internacionales que oscilan entre la adulación y la confrontación, el caos parece ser su método de gobierno. Cada día trae una nueva medida polémica, una declaración incendiaria o un enfrentamiento con alguien, ya sea un juez, un periodista o un aliado incómodo. La pregunta que muchos se hacen es: ¿existe alguien o algo capaz de detenerlo?
En pocas semanas, Trump ha firmado más de 70 órdenes ejecutivas, evitando deliberadamente el debate en el Congreso y el Senado. Este método le permite imponer su agenda sin negociaciones, sin concesiones y, sobre todo, sin rendir cuentas. Gobierna por shock, saturando la atención pública con tantas decisiones que la oposición no logra articular una respuesta coherente.
Algunas de estas medidas incluyen; deportaciones masivas, especialmente de venezolanos y otras nacionalidades, incluso de personas con años viviendo en EE.UU, restricciones migratorias arbitrarias para ciudadanos de más de 43 países, muchas de ellas basadas en criterios políticos más que de seguridad, desmantelamiento de programas educativos federales, eliminando fondos para escuelas públicas y favoreciendo a instituciones privadas y guerras comerciales por Twitter, donde anuncia aranceles sin previo aviso, generando incertidumbre en los mercados.
Este bombardeo constante de acciones tiene un objetivo claro: agotar a la oposición y normalizar lo que antes era impensable. Si todo ocurre demasiado rápido, la sociedad no tiene tiempo de asimilar el impacto real de cada decisión.
Un ejemplo claro de su estrategia fue el encuentro con Volodímir Zelensky, donde Trump redujo drásticamente el apoyo militar a Ucrania mientras, en paralelo, negociaba directamente con Putin. ¿Fue una jugada calculada para debilitar a la OTAN o simplemente un gesto de admiración hacia el líder ruso? Difícil saberlo, pero el resultado es el mismo: el poder se concentra en sus manos, ignorando los canales diplomáticos tradicionales.
Este estilo de gobierno no solo desestabiliza alianzas internacionales, sino que también mina la credibilidad de instituciones como el Departamento de Estado o la CIA, cuyos informes son frecuentemente desacreditados por el presidente en redes sociales.
Mientras Trump avanza, los demócratas no logran capitalizar el descontento. La administración de Biden dejó un país con graves problemas económicos: desigualdad récord: El 10% más rico controla casi el 50% del ingreso nacional (en Europa es el 36%, y también va en aumento), deuda pública en ascenso, con el riesgo de que los tipos de interés sigan subiendo, afectando hipotecas y créditos, inflación persistente, que erosiona el poder adquisitivo de la clase media.
Trump prometió mejorar la economía, pero sus medidas—como rebajas fiscales para los más ricos y aranceles caóticos—no han solucionado los problemas de fondo. Sin embargo, los demócratas no presentan una alternativa convincente. Su discurso se limita a criticar, pero no ofrecen soluciones claras, lo que permite a Trump mantener su base movilizada.
Hasta ahora, los frenos institucionales han sido débiles. Jueces federales han bloqueado algunas de sus decisiones, pero Trump las ignora o las sortea con nuevos decretos. La prensa lo critica, pero él la ataca constantemente, llamándola “fake news” y deslegitimándola ante sus seguidores. Las redes sociales son su arma principal: gobierna a golpe de tuit, evitando filtros y controles.
El sistema estadounidense da demasiado poder al presidente, y Trump lo explota al máximo. Incluso si el Congreso intentara limitarlo, su base de apoyo lo protegería. El impeachment ya se intentó antes, y no funcionó.
Aunque Trump acumula poder, el desgaste es inevitable. Mantener un gobierno basado en el caos es agotador, incluso para sus seguidores. Si la economía empeora, si sus guerras comerciales afectan a los trabajadores o si una crisis internacional estalla por su diplomacia errática, su popularidad podría caer.
Pero, por ahora, nadie le para los pies. Ni los demócratas, ni los jueces, ni la prensa. Él marca el ritmo, y todos corren detrás.
La pregunta real no es solo quién puede detenerlo, sino cuándo Estados Unidos dirá “basta”. ¿Será necesaria una crisis mayor? ¿O el país terminará aceptando su estilo de gobierno como la nueva normalidad?
Por ahora, Trump sigue siendo el hombre que nadie puede parar o tal vez la pregunta no es solo ¿quién puede detenerlo? Sino cuándo Estados Unidos dirá “basta”.