¡Hola! Una vez más, comparto con ustedes un análisis, impresión o crítica, según prefieran llamarle a este montón de líneas escritas para ustedes. En esta ocasión, abordaré esa tragicomedia que se está presentando en el PAN, de cara a la elección de su dirigencia.
El 30 de octubre, el Partido Acción Nacional (PAN) volvió a dar una de esas funciones que sus seguidores ya conocen demasiado bien: un debate interno, esta vez para elegir al próximo dirigente nacional. Adriana Dávila y Jorge Romero, los contendientes, decidieron hacer del evento un auténtico “vaudeville político”, lleno de descalificaciones, ataques y promesas vagas. Con esta representación de una “reconstrucción” del partido, solo faltaron las palomitas para ver cómo se desmorona, con cada palabra, la credibilidad de un instituto político que, de 85 años a la fecha, parece más una reliquia de la política mexicana que una opción de cambio.
Adriana Dávila planteó algo que sonó a novedad —volver a las calles— como si los votantes hubieran estado esperándola desde la última vez que el PAN tocó alguna puerta, allá por los tiempos de Vicente Fox. No obstante, la idea de “reconstrucción” quedó atrapada entre el formato breve de una hora y el ego de cada uno de los aspirantes. El diputado con licencia Jorge Romero, líder de la discutida “Asamblea Nacional de Estatutos” y cabeza visible del Cártel Inmobiliario, se mostró optimista. Eso sí, ni se molestó en negar el diagnóstico de “casi muerte” del PAN, aunque intentó suavizarlo, diciendo que el partido necesita una “urgente renovación”. Por supuesto, una renovación a su modo: sin cuestionamientos, sin sorpresas, y, sobre todo, sin opositores reales.
Romero, en una idea que casi provoca aplausos irónicos, sugirió reformar los estatutos del PAN para abrir la afiliación de militantes sin obstáculos, permitiendo a cualquier ciudadano participar en la elección de candidatos. Además, entre sus “grandes propuestas”, sugirió que el presidente del partido no pueda aspirar a un cargo de elección popular inmediatamente después de dejar el puesto, lo que, según Dávila, solo podría servir para evitar escándalos como el Coahuila-Gate y el reparto de candidaturas y notarías. En un golpe bajo, la exsenadora le preguntó si esta medida traería decencia al partido. Romero, como buen político de manual, prefirió hacer oídos sordos a la pregunta y atacar en otro frente: acusó a un miembro de la campaña de Dávila de apoyar las leyes impulsadas por Morena, como la famosa Ley Nahle.
Mientras se lanzaban estas acusaciones, los militantes asistentes en la sede nacional del blanquiazul parecían atrapados en un túnel del tiempo, reviviendo debates internos y promesas de “unidad” que, a estas alturas, ya son solo palabras huecas. Y aunque esta función del teatro panista podría haber terminado en ese mismo instante, hay un trasfondo que no deja de hacer ruido.
Hace unos meses, el PAN fue sacudido por un golpe devastador: el 2 de junio, su candidata Xóchitl Gálvez fue derrotada, hundiendo las esperanzas de aquellos que aún creían que el PAN podría recuperar el poder. La gota que colmó el vaso fue la condena del narcotraficante y ex secretario de Seguridad, Genaro García Luna, figura icónica del sexenio de Felipe Calderón y, hasta la fecha, “persona querida” en la cúpula panista. Con cada escándalo, el partido, que alguna vez se alzó como un bastión de la moralidad y la ética política, ha ido perdiendo relevancia.
La elección interna que se celebrará el 10 de noviembre tiene un desenlace casi garantizado: Jorge Romero Herrera, rodeado de los de siempre, de esa red de corrupción que construyó desde la alcaldía de Benito Juárez y que con su “renovación” solo cambiará de disfraz, está más que listo para tomar las riendas del PAN. Con sus métodos clásicos de cooptación y su control sobre el padrón de afiliados, Romero sigue los pasos de su compañero de teatro, Alejandro “Alito” Moreno del PRI. Al igual que en el PRI, el PAN se ha convertido en una maquinaria de simulación y reciclaje de la vieja política, donde los intereses de unos pocos prevalecen sobre los ideales fundacionales del partido. Los militantes de base que aún creen en el PAN se preguntan si habrá algo de verdad detrás de estas promesas de “reconstrucción”.
Aún más vergonzoso es el silencio que rodea los ideales que alguna vez distinguieron al PAN. Los descendientes del fundador Manuel Gómez Morin ya han anunciado su intención de renunciar al partido si Romero toma el control. Los herederos de Gómez Morin ven en Romero una figura que traiciona los principios sobre los cuales el partido fue creado, y aunque buscan un cambio interno, saben que es difícil que estas facciones dejen el negocio partidario.
Pero ¿qué futuro puede esperar el PAN con Jorge Romero a la cabeza? Con la desastrosa dirección de Marko Cortés, el PAN ha llegado a su peor momento histórico, y si alguien cree que Romero traerá alguna renovación, solo hay que mirar su pasado. Al igual que “Alito” Moreno, quien se eternizó en el PRI controlando las posiciones internas y las coordinaciones parlamentarias, Romero busca perpetuarse en el PAN, rodeado de figuras jóvenes que repiten sus mismas prácticas y que no tienen reparo en hacer lo que sea necesario para mantener sus puestos.
Romero no representa ninguna innovación, sino todo lo contrario: es la viva imagen de los vicios más profundos que el PAN ha acumulado. Sus promesas de apertura y transparencia suenan vacías, especialmente cuando recordamos los escándalos que ha enfrentado. No solo ha manejado el partido a su conveniencia, sino que, en términos de alianzas, su cercanía con otros actores cuestionables en la Ciudad de México le ha ganado el apodo de “El Alito del PAN”.
Con la renuncia anunciada de los Gómez Morin y otros militantes que todavía creen en la decencia pública, el PAN está destinado a seguir cayendo, sin importar quién se coloque en el papel protagónico. Es claro que Adriana Dávila solo es la “rival” necesaria para legitimar la imposición de Romero, y a cambio, tal vez reciba una candidatura, una recompensa en un partido que parece no recordar que los ideales deberían estar por encima de los cargos.
Así, el PAN, a sus 85 años, está más cerca que nunca de convertirse en una caricatura de sí mismo. Este teatro de “reconstrucción” que presenciamos solo subraya la triste realidad: el PAN es hoy una máquina de supervivencia para unos cuantos, un cascarón sin ideales. Con Romero o sin él, el PAN parece decidido a seguir decayendo en manos de sus propios errores y de los mismos actores que lo han llevado a la marginalidad.