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Opinión

La polarización como estrategia de poder en américa latina

Por Oscar Miguel Rivera Hernández

La defensa inquebrantable del partido Morena hacia el gobernador de Sinaloa no es un acto aislado de lealtad política, sino un problema o fenómeno arraigado, no tan solo en México, sino en todos los países de Latinoamérica. El populismo latinoamericano, no es más que un teatro de moralidad selectiva, donde es más de palabra que de acción. Ya sea bajo banderas de izquierda o derecha, este modelo se sustenta en la división que hacen de la sociedad a un enfrentamiento entre “buenos” y “malos”, mientras sus líderes consolidan privilegios y evaden responsabilidades. Para comprender la gravedad del caso sinaloense y su relevancia, es necesario que recordemos las dinámicas históricas, estratégicas y estructurales que convierten al populismo en un obstáculo para el desarrollo democrático.  

El populismo no es una ideología, sino una herramienta de movilización. Su éxito radica en su capacidad para simplificar realidades multidisciplinarias y canalizar el descontento social hacia un enemigo común, como la élite corrupta, la oligarquía explotadora, la izquierda radical o cualquier grupo etiquetado como amenaza.

En México, Morena ha construido su narrativa alrededor de la “Cuarta Transformación”, prometiendo erradicar la corrupción heredada del “neoliberalismo”. Sin embargo, al defender al gobernador de Sinaloa, envuelto en acusaciones de vínculos con el narcotráfico, muestran una gran contradicción, ya que su supuesto compromiso con la moralidad, se pierde cuando se trata de proteger al poder político.  

Este patrón no es exclusivo de la izquierda. En Brasil, Jair Bolsonaro instrumentalizó el discurso anticorrupción durante su campaña, presentándose como el outsider que limpiaría Brasilia, para luego rodearse de figuras cuestionadas y promover leyes que beneficiaban a militares y evangélicos. Similarmente, en Colombia, Álvaro Uribe (2002-2010) aprovechó el miedo al terrorismo para estigmatizar a la oposición como cómplice de las FARC, mientras su gobierno enfrentaba escándalos de parapolítica. La estrategia es idéntica: demonizar al rival para blindar al líder.  

Los movimientos populistas operan como máquinas narrativas. Sus discursos no buscan convencer mediante argumentos, sino movilizar mediante emociones. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) lo ha perfeccionado con sus mañaneras, donde mezcla anécdotas personales, ataques a adversarios y promesas vagas de bienestar, todo envuelto en un lenguaje de redención nacional. Este enfoque, aunque efectivo para galvanizar bases, erosiona el debate público: las críticas se interpretan como ataques al “pueblo”, y los errores se justifican como sacrificios necesarios en una “guerra justa”.  

En Venezuela, Hugo Chávez utilizó esta fórmula magistralmente. Al autoproclamarse vocero de los marginados, convirtió cada elección en un plebiscito sobre su liderazgo, no sobre políticas concretas. Nicolás Maduro heredó este manual, pero sin el carisma de su predecesor, recurrió a la represión y a elecciones amañadas, sumiendo al país en una crisis humanitaria. El resultado es claro, cuando el poder se concentra en un líder mesiánico, las instituciones se vacían de contenido.  

Uno de los mitos más peligrosos del populismo es su supuesta inmunidad a la corrupción. Los líderes se presentan como redentores que romperán con los pactos oscuros del pasado, pero terminan tejiendo nuevas redes de complicidad. En México, Morena ha replicado prácticas del PRI que tanto criticó. Asignar contratos a aliados, silenciar disidencias internas y cooptar organismos autónomos. El caso de Sinaloa ejemplifica esta hipocresía: mientras el gobierno federal promete combatir el crimen organizado, un gobernador de su mismo partido es señalado por colaborar con cárteles.  

Estas contradicciones no son errores, sino consecuencias de lo mismo. El populismo necesita recursos para mantenerse en el poder, y en América Latina, donde las economías informales y el crimen organizado han ganado camino e influenciado a la construcción de la sociedad que vivimos. Las alianzas con actores ilegales suelen ser la regla, no la excepción.

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Ejemplo de esto lo vimos en Nicaragua, donde Daniel Ortega pactó con grupos empresariales para sostener su régimen, a cambio de impunidad fiscal. En Argentina, el peronismo históricamente negoció con sindicatos poderosos, muchos acusados de lavado de dinero, para asegurar votos.  

El verdadero legado del populismo no son las obras públicas ni los programas sociales, sino la fractura del tejido social. Al dividir a la ciudadanía entre “leales” y “traidores”, se mina la posibilidad de consensos mínimos para enfrentar problemas estructurales, como la pobreza, la violencia o la desigualdad. En El Salvador, Nayib Bukele ha explotado esta división, mientras su guerra contra las pandillas genera apoyo masivo, su concentración de poder, control del Congreso, censura a medios, destruye los contrapesos democráticos.  

México vive una algo similar. AMLO llegó al poder prometiendo pacificar el país, pero su estrategia de “abrazos, no balazos” ha coincidido con cifras récord de homicidios. 

Estos relatos, aunque cohesionadores para los seguidores, en cada caso, impide una autocrítica necesaria para corregir cada rumbo.  

América Latina no necesita más líderes carismáticos, sino sistemas institucionales que trasciendan a las personas. Países como Uruguay y Costa Rica han logrado avances notables no gracias a caudillos, sino a reformas graduales que fortalecen la transparencia y la participación ciudadana. En Uruguay, la coalición de izquierda Frente Amplio impulsó políticas sociales sin demonizar a la empresa privada; en Costa Rica, la abolición del ejército en 1949 permitió invertir en educación y salud, sentando bases para una democracia estable.  

El caso de Sinaloa debería ser una oportunidad para reflexionar sobre estos modelos. En lugar de cerrar filas alrededor del gobernador, Morena debería demostrar que su compromiso con la justicia es real, sometiendo el caso a investigaciones independientes. Sin embargo, hacerlo implicaría priorizar la ética sobre la conveniencia, un riesgo que pocos populistas están dispuestos a tomar.  

La solución no está en sustituir un extremo por otro, sino en construir ciudadanías críticas que exijan hechos, no relatos. Esto implica apoyar periodismo independiente, participar en espacios locales y rechazar la tentación de endiosar a cualquier figura política.  

La verdadera revolución no es derrocar a un gobierno, sino transformar una cultura política que normaliza la corrupción y el autoritarismo. Como escribió el pensador Octavio Paz, “La crítica de la mentira oficial es el primer deber del ciudadano”. En un continente marcado por ciclos de esperanza y desencanto, ese deber es más urgente que nunca.

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