Por Gustavo González Godina
– Que se le apareció mi tío Leonardo a Socorro la de Ansurio… -me dijo mi mamá un día llegando yo a Guadalajara.
– ¿Chitoleón? -le pregunté un tanto escéptico, pero ya con un poco de curiosidad.
-Sí, Chitoleón… y que además le dijo dónde había dejado un dinero enterrado…
¡Ah chingao!, eso cambia las cosas -pensé ya más con ansiedad que con escepticismo. ¿Y ya lo sacó?, el dinero…
-¡No qué lo va a sacar!, la pobre está tan asustada… se le apareció hace como tres meses y es hora que no se recupera. Está toda llena de miedo, no quiere saber nada del dinero enterrado.
Pues ¡como éstas! (la maldita ambición), quién no quiere hacerse rico sin trabajar… Y allá voy pa’ la Agua Zarca al siguiente fin de semana a ver a Socorro, la esposa de mi primo Ansurio.
En el camino me fui a piense y piense: Yo conocí a Chitoleón, se llamaba don Leonardo Alcalá, hermano de la mamá de mi mamá que se apellidaba Godina Alcalá. Él ya era un viejo y yo un niño, tenía una tiendita en el rancho donde vendía lo más indispensable en una ranchería de unas cuantas casas, pero para mí lo más importante era que vendía también dulces y que me regalaba uno cada vez que me mandaban de con mi tía Baudelia a comprarle algo. Conocía pues bien su casa, entraba yo porque era familia, era mi tío abuelo.
No sabía yo que fuera rico ni mucho menos, lo que sí me platicaron es que antes se dedicó durante casi toda su vida a recoger huevo por todas las rancherías del rumbo, que cargaba varias mulas con los huevos que compraba y los llevaba a vender a Guadalajara, hacía casi tres días de camino y allá compraba -con el producto de la venta- mercancía de la que vendían en las rancherías los llamados varilleros: peines, peinetas, seguros, agujas, moños… todo lo que le compraran las mujeres.
Hacía pues negocio de ida y vuelta, como recolector de huevo y como varillero, al tiempo que compraba blanquillos vendía peinetas y no le debió ir mal, era un comerciante emprendedor e incansable. Y como no había bancos… qué le hizo al dinero que ganó en todo ese tiempo este doble negocio… Pues tiene sentido, a lo mejor lo enterró.
– A ver Socorro, ¿cómo está eso de que se te apareció Chitoleón -le dije sin más rodeos a la mujer de mi primo en cuanto llegué al rancho.
– No no no, de eso ni me preguntes Gustavo. No quiero hablar de eso, apenas me estoy aliviando del susto, me puse muy mala, me llevaron con dos doctores y no me pudieron curar, hasta que una señora de la barranca me dijo que me tomara una yerba que me trajo, porque doña Joaquina le dijo que estaba yo enferma de espanto, y con esa yerba me estoy aliviando. Por favor no me insistas.
– Pero Socorro…
– No no no, no quiero recaer…
– Pero… aunque no hablemos del dinero enterrado, cuéntame sólo de la aparición, a mí me interesa mucho, tú sabes que yo soy periodista y esas cosas no pasan todos los días, es algo muy raro… serénate y dime cómo pasó…
(Entre paréntesis debo decir que Socorro es una mujer muy seria, trabajadora en extremo, incapaz de mentir, por eso estaba yo dispuesto a creerle).
– Ay Gustavo -me dijo por fin-. Si me enfermo otra vez tú vas a tener la culpa…
– No pasa nada… cuéntame cómo fue, como a qué horas, dónde…
– ¡Bueno! -agarró aire y en voz baja soltó-: teníamos poco de habernos acostado, tú conoces la salita donde dormimos, entrando a la derecha, ya vez que tiene una puerta de fierro…
– ¿Y…?
– Pues Ansurio ya se había dormido, ése en cuanto se acuesta se duerme, Él siempre junto a la pared y yo en la orilla, serían como las 10 de la noche apenas. Yo estaba despierta mirando hacia la puerta de fierro, aunque ya estaba a obscuras, cuando voy viendo… ¡Ay Gustavo…! que atraviesa la puerta, cerrada, la figura de Don Leonardo… ¡Era Él!, yo lo conocí bien… y de pronto ¡Ay! me da escalofrío -dice Socorro y se frota un brazo- siento como un aliento, frío, en mi oído derecho, y una voz que me dijo: Socorro, en la esquina de mi casa que forman la pared de la cocina y la barda que da al rancho, donde había un jardincito, dejé un dinero enterrado, sácalo, le das cinco pesos a Chila (mi prima, hermana de Ansurio), le llevas diez pesos a la Virgen del Rosario porque se los quedé a deber… y lo demás es para ti.
Y se hizo silencio, Socorro dejó de hablar, estaba pálida nomas de recordar. Agarró aire otra vez, respiró profundo y continuó:
– Y ya… Don Leonardo desapareció. Ya ni siquiera atravesó la puerta como cuando llegó, simplemente desapareció…
Su respiración mientras me contaba era entrecortada, así que la dejé en paz por unos treinta segundos, ante de volver a preguntarle:
– ¿Y qué pasó después?, ¿qué hiciste?
Se me quedó viendo fijamente a los ojos, como diciendo “este méndigo ha de pensar que estoy loca” y me dijo:
– Pues nada… le empecé a dar de codazos a Ansurio para que despertara: ¡Ansurio! ¡Ansurio! despierta que acaba de estar aquí tu tío Leonardo. No me hizo caso, entre borucas me dijo que no estuviera chingando, que su tío Leonardo se había muerto hacía varios años. Yo insistí, le juré que había entrado al cuarto y me había hablado. “Mmm ajá, te estás volviendo loca…” No, te lo juro. “Ash bueno pues, ya duérmete y mañana me platicas”. Me dijo algo de un dinero enterrado. “Sí sí mañana lo sacamos, déjame dormir”.
– Nunca me creyó, hasta que me puse mala de los nervios y ni así, dijo que había tenido yo una pesadilla y que me había asustado mucho. Pero eso sucedió, te lo juro, el ánima de don Leonardo me dijo dónde había dejado su dinero enterrado…
– ¿Y si lo sacamos? -ya me vi vendiendo no sé cuántas monedas de oro…
– ¡No no no!, yo no quiero saber nada de dinero enterrado, tú haz lo que quieras, pero a mí no me metas, no quiero nada, tú sabrás…
Y yo conocía perfectamente la ubicación del entierro, porque estuve varias veces en la casa de Chitoleón cuando era niño…