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Opinión

El agravio histórico en las relaciones México-España

¡Hola! Una vez más comparto con ustedes una reflexión, análisis, impresión o crítica, según prefieran llamarla. En esta ocasión abordaré el conflicto generado entre el gobierno de México y el de España a raíz de una carta enviada por el presidente López Obrador al monarca español en 2019, en la que lo invitaba a disculparse ante los pueblos originarios de México por los abusos cometidos durante la Conquista. Este tema ha resurgido recientemente cuando Claudia Sheinbaum, presidenta electa, decidió omitir al monarca en su lista de invitados para su toma de protesta.

Las tensiones entre México y España, exacerbadas durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, no son meros episodios diplomáticos circunstanciales, sino un reflejo de una pugna histórica, ideológica y política. El conflicto formal se inició en marzo de 2019, cuando López Obrador envió una carta al rey Felipe VI pidiendo disculpas por los agravios cometidos durante la Conquista. Sin embargo, ha alcanzado un nuevo pico con la decisión de Claudia Sheinbaum de no invitar al monarca a su toma de protesta.

Este conflicto no es solo un desencuentro diplomático. En el fondo, subyace una divergencia sobre cómo interpretar y confrontar el pasado colonial. Al solicitar disculpas por los abusos cometidos hace más de 500 años, López Obrador no solo buscaba una reconciliación simbólica, sino también establecer una postura sobre la importancia de reconocer y reparar las heridas históricas. Desde su perspectiva, el reconocimiento de los agravios es un acto de humildad y responsabilidad que puede cimentar una nueva etapa en las relaciones internacionales. No obstante, la respuesta de la corona española, que filtró la carta y rechazó la petición, fue vista por muchos, incluido el presidente, como un acto de soberbia.

Es crucial entender que el contexto histórico de la relación México-España ha estado marcado tanto por momentos de colaboración cercana como por episodios de resentimiento y desconfianza. La conquista de México, vista desde las esferas oficiales españolas como parte de su legado imperial, es percibida en gran parte de América Latina como una invasión brutal que arrasó con culturas, pueblos y riquezas. La negativa del rey Felipe VI a responder a la carta de López Obrador ha sido interpretada no solo como un rechazo al diálogo sobre ese pasado, sino como una reafirmación de una visión eurocéntrica que minimiza los daños y sufrimientos infligidos a los pueblos originarios.

El episodio relacionado con la toma de posesión de Sheinbaum, quien decidió no invitar al rey, ha sido calificado como un “desaire” por el gobierno español. Sin embargo, lo que para España podría parecer un gesto de desprecio, para el gobierno mexicano es una cuestión de dignidad y respeto. La postura de Sheinbaum, respaldada por López Obrador, no es una afrenta personal hacia el monarca, sino una señal de que México no está dispuesto a olvidar los episodios oscuros de su historia colonial sin un reconocimiento adecuado. Sheinbaum expresó claramente que “no solo es un agravio al Presidente, sino al pueblo de México”.

Este conflicto se agrava aún más al considerar que la relación entre ambos países ha estado marcada, en los últimos años, por controversias económicas, especialmente en los sectores energético y de la construcción. López Obrador ha criticado con dureza a empresas españolas como Repsol e Iberdrola, acusándolas de saquear los recursos mexicanos y de actuar con la misma mentalidad de los conquistadores del siglo XVI. Para el presidente mexicano, las élites españolas continúan viendo a México como una “tierra de conquista”, una visión que choca frontalmente con la narrativa de soberanía y justicia que él ha defendido.

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El conflicto diplomático no puede ser visto únicamente desde el prisma de las relaciones bilaterales entre dos estados. Implica también una disputa más amplia sobre cómo se construyen las narrativas históricas, cómo los estados contemporáneos se relacionan con su pasado colonial y cómo se exige o no rendición de cuentas por las atrocidades cometidas. La carta de López Obrador no fue un simple formalismo, sino una invitación a revisar y reconfigurar las relaciones históricas entre España y México desde una perspectiva de igualdad y reconocimiento de los agravios. Al no recibir respuesta y al ser objeto de una filtración a los medios, México percibe una falta de respeto hacia su legítima demanda de justicia histórica.

Por otro lado, la postura de España, que califica de “anacrónica” la petición de disculpas, revela una negativa a enfrentar las implicaciones morales y políticas de su pasado imperial. Este tipo de respuestas no solo perpetúan una visión unilateral de la historia, sino que también impiden la construcción de puentes de entendimiento y reconciliación entre ambas naciones. En lugar de aprovechar la oportunidad para iniciar un diálogo sincero sobre el pasado, la respuesta del gobierno español refuerza la percepción de que las élites europeas siguen ignorando las voces y experiencias de los pueblos que sufrieron bajo su dominio.

En este contexto, la decisión de Claudia Sheinbaum de excluir al rey Felipe VI de su toma de posesión es coherente con la postura que ha mantenido el gobierno mexicano en los últimos años. No se trata de un simple gesto de venganza o desprecio, sino de una reafirmación de la dignidad nacional y de la exigencia de un trato respetuoso. El gobierno de México, lejos de romper sus lazos con el pueblo español, busca construir una relación basada en el respeto mutuo y en la superación de las heridas históricas. Sin embargo, para que eso ocurra, es necesario que España reconozca su parte en esa historia y actúe en consecuencia.

La presidencia de Sheinbaum representa una oportunidad para reconfigurar las relaciones entre ambos países. Pero, como ha señalado López Obrador, esa reconfiguración solo podrá darse si se abandona la soberbia y se adopta una postura de humildad y reconciliación. 

Para terminar, quiero hacer una reflexión que invita al cuestionamiento: si el Papa Juan Pablo II, en 1998, pidió perdón por los horrores de la Inquisición y sus consecuencias, ¿por qué España no debería hacer lo mismo? Reconocer el pasado no es un signo de debilidad, sino de honor. Además, el perdón no es un signo de debilidad, sino un gesto que engrandece a los pueblos. Enfrentar los errores históricos es el primer paso para construir un futuro más justo y respetuoso entre las dos naciones.

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