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Opinión

A toda madre

Por Óscar Miguel Rivera Hernández

Esta semana tenía varias ideas en la cabeza. Pensé que escribiría sobre el conflicto entre la presidenta Claudia Sheinbaum y el expresidente Ernesto Zedillo; me pareció interesante abordar el tema del nuevo Papa, o incluso opinar sobre las elecciones en Europa, cuyos resultados han sorprendido a más de uno. También barajé la idea de hablar sobre las tensiones diplomáticas entre Estados Unidos y otros países del mundo. Pero al final, decidí hacer algo que no hago muy seguido: hablar de mí… y de alguien que, sin pedirlo, ha sido el pilar de mi vida. Hoy quiero hablar de mi madre. Y de todas las madres.

Porque llega un momento en la vida en que uno deja de mirar hacia afuera y comienza a mirar hacia adentro, a su historia, a su origen. Y allí, invariablemente, está ella: la madre. La mujer que nos sostuvo en brazos cuando no sabíamos ni caminar, la que calmó nuestras fiebres con una toalla mojada en la frente, la que nos enseñó a rezar, a dar gracias, a no rendirnos. La que lloró en silencio cada vez que nos vio partir y nos abrazó con el alma cuando regresamos derrotados por la vida.

Una madre no solo es quien nos dio la vida. Es también quien elige quedarse, acompañar, escuchar, aunque esté cansada. Es la que te guarda el último taco, la que espera a que llegues sano y salvo, la que se duerme con un ojo abierto. No importa si es la madre biológica o la que llegó por el destino; una madre, como dice el Principito, es quien abraza y cuida a diario. Y sí, los ama por encima de todas las cosas.

En México, la palabra “madre” tiene un poder único. Y no me refiero solo al ser humano, sino también al término, al vocablo. Somos un país que ha convertido esa palabra en algo casi mágico. La usamos para todo: para amar, para enojarnos, para reír, para llorar. Decimos que alguien “no tiene madre” cuando se comporta sin vergüenza. Decimos que algo está “de poca madre” cuando nos encanta. Cuando todo se descompone, simplemente “valió madre”. Si tenemos hambre, “no hay ni madres” en el refrigerador. Y cuando alguien es verdaderamente especial, decimos que es “a toda madre”.

Hay una ambivalencia en su uso, como bien señala la doctora Leonor Orozco de la UNAM. Pero esa riqueza lingüística es también una muestra del lugar que ocupa la madre en el corazón cultural del mexicano. Aunque a veces suene ofensivo, aunque a veces parezca un desahogo, en el fondo, siempre está presente la figura materna, como punto de referencia emocional.

Pero más allá del lenguaje, está la realidad. Ser madre no es tarea fácil. No es solo cambiar pañales, calentar biberones o pelearse con los purés. Es también cambiar tu vida por completo. Tu tiempo, tus prioridades, tu descanso. Ser madre es tener una razón de ser para toda la vida, es mirar a los hijos crecer con alegría, pero también con nostalgia. Es sentir que se te parte el corazón cuando se van, pero entender que ese es precisamente el fruto de haberlos criado bien: que puedan volar.

Ser madre es llorar a solas, mientras se muestra fortaleza frente a los hijos. Es preocuparse en silencio. Es trabajar doble turno, cocinar con lo que hay, inventar juegos cuando no hay juguetes. Es soportar la adolescencia, las rebeldías, las ingratitudes, los desplantes. Y, aun así, seguir amando.

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En mi caso, mi madre ha sido todo eso y más. Es la mujer que me enseñó a levantarme después de cada caída. La que me enseñó a pedir perdón, a ser agradecido, a no quedarme con lo que no me pertenece. Me enseñó que se puede ser fuerte sin dejar de ser sensible, que se puede llorar sin dejar de ser valiente. Me enseñó que la vida no siempre es justa, pero que hay que seguir adelante. Que lo importante no es cuánto tienes, sino cuánto das.

Hoy entiendo que una madre es un ángel. A veces de carne y hueso, a veces ausente físicamente, pero siempre presente en los recuerdos, en los valores, en el ejemplo. Porque ser madre no se acaba cuando los hijos crecen. Ser madre es para siempre.

Por eso, aunque hoy tenía otros temas en mente, creí justo y necesario dedicar este espacio a ella. Porque hablar de política, religión o economía puede esperar. Pero decirle gracias a una madre no debe postergarse jamás.

Gracias a ti, mamá. Gracias por las veces que me esperaste sin importar la hora. Por las veces que no tuviste, pero diste. Por las veces que callaste tu dolor para consolar el mío. Gracias por cada regaño que me enseñó a ser mejor. Por cada sonrisa que me dio la fuerza. Gracias por haber sido mi primer hogar y por seguir siendo mi refugio.

Y gracias también a todas esas madres que han tomado el papel que la vida les puso enfrente sin dudar, sin quejarse. A las madres solteras, a las abuelas que son madres otra vez, a las tías, a las madrinas, a todas esas mujeres que cuidan, que protegen, que aman como solo una madre sabe hacerlo.

También quiero dedicar unas palabras a mi esposa, quién también es madre, y eso ya es un mundo entero. La he visto cuidar, proteger, preocuparse, desvelarse, dar consejos, abrazar con ternura, y estar presente en la vida de otros con ese instinto y ese amor que solo una madre puede ofrecer. Es madre porque ha amado con la fuerza y la entrega que solo una mujer con corazón de madre es capaz de dar. Su forma de mirar por los demás, su capacidad de dar sin esperar, de enseñar con el ejemplo y de estar ahí sin condiciones, me confirma que la maternidad no solo la define un parto, sino el amor y el compromiso que se tiene por la vida de los demás. Para mí, ella es una gran madre, aunque la vida no nos haya llevado por el camino de tener hijos juntos. Y por eso también hoy la celebro.

Hoy no hablo de política, ni de conflictos internacionales. Hoy hablo desde el corazón. Porque una madre es, sin duda, lo más cercano que tenemos a Dios en la Tierra.

Y eso, en México, lo sabemos… a toda madre.

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