Por Gustavo González Godina
Harto ya del tema de la política de partidos, y decepcionado por el megafraude electoral que montó el gobierno para imponer a su candidata como ganadora, fraude que me consta porque me tocó contar los votos en una casilla y observar el conteo en otras cuatro, en todas las cuales ganó Xóchitl Gálvez por dos a uno, y al día siguiente los resultados eran al revés, la gran ventaja era para Claudia Sheinbaum. Harto ya -repito- del tema, dejé de escribir durante algunas semanas, y vuelvo ahora con un poco de entretenimiento.
A propósito de la tragedia ocurrida en la fábrica de Tequila Cuervo, donde una explosión e incendio causó la muerte de seis personas (que en paz descansen y resignación a sus familiares), le voy a contar aquí una leyenda de don José Cuervo. No como lo haría nuestro apreciado amigo Miguel Valera en sus Relatos Dominicales, porque nuestra cultura no le llega ni a los talones, pero trataremos de entretener un rato al lector.
El nombre completo del fundador de Tequila Cuervo era José Antonio Cuervo y Valdés, y según la leyenda llegó de España a México a mediados del Siglo XVIII, poco después del 1750. Desembarcó en el Puerto de Veracruz y de ahí se trasladó a la Ciudad de México, donde se hospedó en un mesón del centro (así se llamaban entonces los hoteles), sacó algunas cosas de su veliz (así se llamaban las maletas) y se acostó a dormir pues llegó muy cansado, a pesar de que era joven el viaje había sido muy largo y cayó rendido.
Se levantó muy temprano -por ahí de las 5 de la mañana- y salió del mesón a recorrer las calles del centro de la ciudad para conocer ésta. Caminaba observándolo todo, cuando vio a un anciano que hacía algo que le pareció muy raro: traía un costal y un palo con una punta de fierro en un extremo (como lo que usan los picadores en una corrida de toros para debilitar a los toros bravos), con la que pinchaba o clavaba las cacas de perro y las depositaba en el costal. Extrañado, José Cuervo se quedó viendo un rato esta rara actividad del viejito, hasta que finalmente se atrevió a preguntarle:
– Buen día Su Merced, disculpe ¿qué es lo que anda haciendo usted?
– Buen día muchacho, pues ya lo ves, aquí recogiendo la caca de los perritos…
– ¿Para limpiar las calles?
– No, para hacer negocio, esto lo llevo a vender a una tenería (donde se curten las pieles), y con la acidez que tiene ayuda al curtido de los cueros. De aquí a las 9 de la mañana ya llené hasta tres costales y todo lo que lleve me lo compran, de eso vivo… Y tú muchacho, ¿qué haces levantado tan temprano?
– Pues verá usted, señor, yo me llamo José Cuervo, acabo de llegar de España y vengo en busca de fortuna, muchos paisanos míos han venido a estas tierras con ese fin y les ha ido muy bien…
– Ah… pues mira muchacho, sí vas a encontrar fortuna, pero no exactamente aquí. Camina hacia el poniente, en una diligencia, a caballo, a pie, como puedas, siempre hacia el poniente, hasta que encuentres un cerro que tiene una bola en la punta, ahí encontrarás tu fortuna.
– Mira -siguió diciendo el anciano-, cuando encuentres el cerro sube hasta la cima a la media noche. Vas a encontrar ahí un grupo de ovejas dormidas, busca a la más grande y gorda, levántala y ponte a escarbar en ese lugar, ahí está tu suerte.
– Cuando estés cavando -continuó- te va a salir una gran serpiente, no te asustes, no te va a hacer nada, con el mismo pico hazla a un lado y sigue cavando. Ah… pero lo que encuentres ahí no te lo lleves lejos, ponlo a trabajar ahí mismo o cerca de ahí. Anda. Vete, ahí está tu suerte.
José Cuervo no lo pensó dos veces, le creyó al viejito, se regresó al mesón, volvió a acomodar su ropa y sus cosas en el veliz y salió rumbo al poniente, usó todos los medios disponibles para avanzar, hasta que avistó el cerro con una bola encima, era el Cerro de Tequila.
Descansó un poco y al caer la noche se dispuso a subir al cerro, llegando a la punta casi a la media noche. Y efectivamente, ahí estaba el rebaño de ovejas que le dijo el anciano, buscó a la más grande y gorda, la despertó, la quitó de donde estaba y se puso a cavar. Ya llevaba herramientas, por supuesto, iba preparado.
Cuando estaba cavando le salió una serpiente enorme, pero José no se asustó, ya estaba advertido, la hizo a un lado con el pico y siguió cavando, hasta que encontró cuatro cajas de madera de buen tamaño, que contenían monedas de oro. Con gran alegría las sacó, revisó el tesoro y las volvió a medio enterrar, cubriendo la superficie con algunas ramas, para dirigirse al pueblo más cercano en las faldas del cerro, que era el pueblo de Tequila, para conseguir un par de mulas y regresar por su fortuna.
Comenzó a bajar del cerro y mientras lo hacía pensaba en qué hacer con tanto dinero, pues el viejito le dijo que no se lo llevara lejos, que lo pusiera a trabajar cerca de ahí. Mientras así pensaba vio cómo un grupo de nativos transportaban en burros y en mulas unas bolas de una planta que él no conocía, les preguntó y le dijeron que eran de agave, ¿para qué lo quieren? -les volvió a preguntar-, le explicaron que las hacían pedazos, las ponían a cocer y el jugo que les salía lo ponían a fermentar, hasta convertirlo en una bebida que los ponía muy contentos.
¡Ya sé lo que voy a hacer con el dinero!, haré esto que hacen los indios pero en grande, en plan industrial, lo llamaré tequila como se llama el pueblo, y lo venderé por toda la región y más allá. Consiguió pues el par de mulas, bajó del cerro las cuatro cajas llenas de monedas de oro, las dejó encargadas en una vivienda humilde y se regresó a España, de donde volvió con un alambique para destilar el jugo fermentado del agave. Nació así la Casa Cuervo y el tequila del mismo nombre.
El éxito no se hizo esperar, al poco tiempo se veían las recuas de mulas cargadas con tequila rumbo a Guadalajara, a Nayarit y en todas direcciones. José Cuervo multiplicó su fortuna, se casó, se hizo viejo y se cansó de ganar dinero. ¿Y para qué quiero tanto dinero? -se dijo un día-, ya no quiero ganar más dinero. Estuvo pensando qué hacer, hasta que se le ocurrió una idea, llamó a uno de sus empleados llamado Juan Pérez y le dijo.
– Mira Juan, te voy a dar 300 pesos si subes a la punta del cerro a media noche y le dices a mi suerte que ya no quiero dinero…
– Este viejo se volvió loco -pensó Juan Pérez-, pero me interesan los 300 pesos. Llegó a su casa, le platicó a su mujer y ésta lo animó a que subiera el cerro para cumplir el encargo. “Sí, mañana en la noche voy” dijo Juan.
– Ya voy esta noche al cerro don José -le dijo al día siguiente a su patrón.
– ¡Cómo que ya vas!, ¿qué no fuiste ayer? No Juan, yo te daba 300 pesos ayer, si vas hoy te daré sólo 200…
– Pero don José…
– ¡Nada!, doscientos pesos si vas hoy…
Llegó Juan Pérez a su casa, su mujer lo regañó, le echó unas gordas (tortillas gruesas) para el camino y le dijo ‘te me vas ahorita´. El hombre, cabizbundo y meditabajo, salió de su casa y se dispuso a ir al cerro, pero al salir del pueblo se metió a una taberna, se echó un trago para agarrar valor, tras del primero vino el segundo y el tercero… y se emborrachó. Ya no fue al cerro esa noche.
Al día siguiente llegó ante su patrón y le explicó: “Fíjese don José que anoche ya iba yo a subir al cerro, pero se me atravesó una taberna, me eché un trago pa´ agarrar valor y luego otro y así hasta que me emborraché, pero hoy de seguro voy a cumplir su encargo.
– ¡Cómo! ¿no has ido…? No Juan, yo ayer te daba 200 pesos, si vas hoy te daré sólo cien…
– Pero don José… no sea usted malo…
– ¡Nada!, cien pesos o nada!
Con miedo llegó Juan a su casa y con razón, su mujer le gritoneó, de pendejo no lo bajó y lo corrió a escobazos, “te me vas ahorita mismo al cerro y no regreses a la casa hasta no haber cumplido el encargo de don José”.
Llegó Juan Pérez a la punta del cerro a la media noche y se puso a gritar: “¡Suerte de José Cuervo!”. Nada. “¡Suerte de José Cuervo!”. Nada, silencio. “¡Suerte de José Cuervo!”, y así una cuarta vez hasta que apareció una joven mujer hermosa, de cara y de cuerpo, enfundada en una bata de tul transparente que dejaba ver sus lindas curvas y le preguntó a Juan:
– ¿Qué quieres?
– A poco tú eres la suerte de don José Cuervo…
– Sí. ¿qué es lo que quieres?
– No, no puede ser, el hombre ya está viejo, ya no sirve para nada, ya ni se le para, cómo vas a ser tú su suerte…
– ¡Bueno!, me dices qué quieres o ya me voy, porque tengo muchas cosas que hacer…
– No, no, espera, que dice don José Cuervo que ya no quiere más dinero, que ya no le des…
– Mmm… dile que apenas le estoy empezando a dar -dijo la hermosa mujer y desapareció.
Molesto, frustrado, decepcionado y envidioso, Juan Pérez empezó a bajar el cerro, pero como a los 200-300 metros de caminar se le ocurrió una brillante idea: “Y bueno, ya que estoy aquí por qué no le pregunto a mi suerte qué es lo que pasa conmigo”. Regresó a la punta del cerro y empezó a gritar:
– “¡Suerte de Juan Pérez!”. Nada. “¡Suerte de Juan Pérez!”. Nada. Y así estuvo media hora gritando, hasta que apareció una ancianita encorvada, con un bastón, que apenas se podía sostener en pie y le preguntó:
– ¿Qué ech lo que quierech muchacho? ¡Cómo jodes…!
– ¡A poco tú eres mi suerte abuela!
– Sí yo soy, ¿qué quierech?
– No, no puede ser… la de don José Cuervo es un cuerazo y ¿usted es la mía?
– Sí… ¿qué quierech?, dime o ya me voy…
– No abuela, no te vayas, solo quiero que me digas por qué me tienes tan jodido…
– ¿Tan jodido? ¡Muchacho pendejo…!, antier te daba yo 300 pesos y no los agarraste, ayer te daba doscientos y no los agarraste, hasta ahora que te ofrecí cien los agarraste idiota –le dijo la anciana a Juan Pérez y le empezó a dar de bastonazos-, ¡toma por bruto!, ¡toma toma!
Y Juan empezó a bajar del cerro tratando de esquivar los bastonazos y la viejita a seguirlo arreándole uno cada vez que podía…
– ¡Ya no abuela!, ya no me pegues, me duele, ya no me des…
– Mmm… si apenas te estoy empezando a dar -y ¡mocos! le acomodaba cada garrotazo…
MORALEJA: Cuando se te presente la suerte agárrala como hizo José Cuervo, no la dejes pasar como hizo el tal Juan Pérez.